Ricardo Flores Cuevas
Equipo editorial
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En la disciplina de la historia, se conoce como fuente a todo aquello que nos proporciona información sobre el tema que el historiador investiga. Depende del periodo y el tema el tipo de fuentes a las que se recurre. Así, por ejemplo, es común consultar archivos que resguardan documentos antiguos escritos a mano y para ello se requiere adquirir las herramientas metodológicas de la paleografía. Asimismo, si el tema que interesa estudiar es contemporáneo, se recurre a metodologías como la historia oral. Estos dos ejemplos, de los muchos que existen, son una muestra de cómo los historiadores buscamos fuentes de información y para poderlas “hacer hablar” es necesario que desarrollemos metodologías específicas.
En ese sentido, además de la oralidad y los documentos escritos, la humanidad ha dejado vestigios de cultura material, es decir, objetos de distintos y variados tipos. Por ejemplo, una vasija de barro es una muestra de la cultura material de una sociedad en una época, y ese objeto es interrogado por el historiador para que nos proporcione información sobre el uso que se le dio, con qué técnicas se realizó, dónde, con qué materiales, etcétera.
Cada época ha dejado distintos tipos de cultura material. El siglo XX dejó una basta cantidad de ella, a tal grado que por muchos años se decía que los historiadores tendríamos que ir a los depósitos de basura para ir por nuestras fuentes. Si bien esto sigue teniendo sentido, mi interés en este texto está alrededor de un nuevo tipo de vestigio que los humanos del siglo XXI hemos generado. Me refiero a la “Cultura artificial”. Nombro de esta manera a la cultura generada en la web, que es inmaterial pero no por ello una Cultura inmaterial, pues este término la Unesco lo reserva a “las prácticas, expresiones, saberes o técnicas transmitidos por las comunidades de generación en generación” (Unesco, s.f.).
Con “Cultura artificial” me refiero a aquella generada con la Inteligencia Artificial. Es decir, nuestra huella digital (inmaterial, artificial, virtual) también es una fuente histórica. Sin embargo, ¿cómo podremos acceder a ellas?
El nobel colombiano Gabriel García Márquez decía que todos tenemos una vida pública, otra privada y otra secreta. Esta misma trilogía la vemos presente en los entornos virtuales. Gran parte de la población tiene una vida pública en las redes sociales; otra privada, como pueden ser los correos electrónicos, en las bandejas de entrada (inbox) y toda comunicación compartida por medios digitales fuera del ojo público; la vida secreta serían nuestras búsquedas en la red, la cual es un reflejo de nuestros intereses, gustos, preocupaciones, sueños.
Como es sabido, cada una de nuestras búsquedas, lugares que visitamos, conversaciones que tenemos cerca de algún dispositivo como el celular, transacciones financieras (pagos, transferencias, compras); todo ello genera información que va a dar a una Big Data que crea un perfil de cada uno de nosotros, información que es susceptible de ser aprovechada por la mercadotecnia, ¿pero solamente se le puede dar ese uso?
Todos esos (nuestros) datos que damos de forma indiferente todos los días, ¿exactamente a dónde van a dar?, ¿podremos acceder a ellos?, ¿qué uso se les da?, y direccionando la formulación de interrogantes hacia el oficio de historiar: ¿los historiadores algún día tendremos acceso a esos archivos?
Los historiadores dispuestos a abordar el siglo XXI deberán desarrollar habilidades ofimáticas y no sólo eso, sino adentrarse en los terrenos de la programación, de las nuevas tecnologías y también del derecho.
¿Cuál es o será el protocolo jurídico para acceder al rastro de datos que deja una persona de interés histórico?, ¿quién resguarda o resguardará esa información?, ¿cuáles son las instituciones encargadas de proteger esos datos?, ¿acaso está regulado el tratamiento de esa información para fines archivísticos y de consulta histórica?
Relacionadas con estas interrogantes, deseo compartir una anécdota personal. En los cada vez más lejanos años de 2005 y 2006 tuve el privilegio de participar en dos programas de radio conducidos por Jorge Legorreta (1948-2012). A mediados del año 2023, pasó por mi mente buscar las grabaciones de esos programas y llamé por teléfono a Patricia Montaño, su viuda, para preguntar si me podría orientar sobre a quién debía recurrir para tener una copia de los programas en los que participé.
Tuve una extraña sensación al escuchar que la audioteca de esa extinta estación de radio sufrió un incendio del que prácticamente todo se perdió. Vino a mi mente la imagen del monasterio de En el nombre de la rosa, cuya biblioteca al incendiarse soltó al aire trozos carbonizados de papel. No terminaba de dar crédito… ¿cómo era posible que eso pasara en este siglo? No me refiero al incendio, sino a que esas grabaciones no estuvieran respaldadas. ¿Acaso no tenían un protocolo de protección de la información?, la respuesta es: no. Con los CD´s derretidos en el incendio se perdieron conversaciones únicas pues ese programa se distinguió por la erudición de su conductor.
¿Cuánta información valiosa para comprender la cultura y sociedad de nuestro tiempo se está perdiendo a diario? Y de la información que se logre proteger, ¿a cuánta podremos acceder como historiadores?, ¿tendremos que esperar décadas para consultar esos archivos?, ¿el avance tecnológico generará incendios sin fuego que provoquen la pérdida de información archivada?
Referencia
Unesco (s.f.). Patrimonio Cultural Inmaterial. https://es.unesco.org/themes/patrimonio-cultural-inmaterial