Jonathan Torres Hernández

Figura académica del programa de Educación y Promoción para la Salud, UnADM

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07 Head Lazo Duelo

Los seres humanos compartimos el privilegio de la vida, un regalo que nos permite vivir cada una de nuestras etapas de manera dinámica y con mayor o menor plenitud, según el contexto que nos rodea. Esta experiencia comienza desde la concepción, cuando nos constituimos en una célula inicial que dará origen a una nueva vida, triunfadora de una competencia entre millones de posibilidades, y que culmina ―al menos en un sentido― con la pérdida de la vida: la muerte. Aquí surge una de las grandes paradojas de la existencia humana: una vez que la vida se inicia, también comienza una cuenta regresiva. Se trata de un viaje hacia un destino conocido, aunque con frecuencia negado o invisibilizado: la muerte misma.

Tal como lo menciona Weismann al referirse a la razón de la muerte:  "la duración de la vida está gobernada por necesidades de la especie […] la existencia ilimitada de los individuos sería un lujo sin una correspondiente ventaja evolutiva" (Weismann, 1892). Desde esta perspectiva, la muerte no solo es un destino previsto, sino un proceso coherente con la naturaleza de nuestra especie. Sin embargo, para muchos sigue siendo un destino incierto, lo que genera una serie de fenómenos psicológicos y sociales orientados a dotarle de significado. Estos procesos afectan no solo a quienes los experimentan, sino también a quienes lo rodean. Además, influyen profundamente en las reflexiones sobre la propia existencia, especialmente en quienes, de forma directa o indirecta, experimentan una pérdida. 

Por otra parte, como seres complejos con capacidades cognitivas y emocionales evolucionadas, las pérdidas que experimentamos no solo se limitan a la muerte en sus distintas formas. También pueden presentarse en momentos dolorosos, como la partida de un ser querido o la pérdida repentina de algo que consideramos valioso. Estas experiencias incluyen desde vínculos afectivos hasta objetos materiales, e incluso el cierre de etapas que nos resultaban familiares. En este sentido, situaciones como una mudanza o un fracaso académico significativo pueden ser suficientes para activar nuestras estrategias de afrontamiento e iniciar el proceso conocido como duelo.

Son precisamente estas vivencias las que ponen a prueba nuestra capacidad de adaptación y afrontamiento, y de ellas depende que podamos procesarlas y continuar con las adecuaciones que se deriven. La resiliencia, junto con otros factores y recursos personales, entra en juego en este proceso; estos elementos determinarán en gran medida la forma y el tiempo necesarios para lograr la aceptación y, con ello, el posible desarrollo de un aprendizaje significativo. 

Por todo lo anterior, el duelo constituye un proceso particular y fundamental para cada ser humano, que es vivido y experimentado de forma única. Al mismo tiempo, su evolución presenta aspectos generales inherentes a la propia naturaleza humana, y es precisamente en estos elementos en los que podemos apoyarnos para comprenderlo como un periodo de transición, en el que es fundamental elaborarlo y concluirlo.

07 Mujer duelo

Pérdidas, sufrimiento humano y duelo

La vida es percibida por muchos como un regalo, algo que nos ha sido otorgado, un privilegio. Esta acepción conlleva una carga significativa que, en algunos individuos, provoca una fuerte motivación hacia los logros o la autorrealización. Sin embargo, para otros, esta connotación es precisamente la que puede llegar a obstaculizar poder vivir una vida plena; esto se relaciona con la ansiedad existencial, un concepto en el que, por ahora no profundizaremos.

No obstante, sin importar la percepción que se tenga de ella, está claro que la vida consiste en una serie de situaciones, desafíos, alegrías y pérdidas: es un viaje, una travesía, un proceso dinámico que exige de cada uno de nosotros una fuerte capacidad de adaptación y ajuste, a través de un continuo que termina con nuestra partida. Si logramos ejercer estas capacidades en mayor o menor medida, podemos aspirar a una vida en equilibrio y al disfrute de la misma con cierto grado de plenitud.

Pero sabemos que no todo es necesariamente positivo en la vivencia humana; existen eventos negativos, considerados como obstáculos, que dificultan el goce de la vida. Dentro de estos, las pérdidas son reconocidas como una parte fundamental de esta dimensión de la experiencia humana. La interpretación que tenemos de estos eventos es, sin embargo, diversa. 

Para algunos, son las situaciones adversas, mucho más que las venturosas, las que dan forma a nuestras vidas: moldean los diferentes aspectos de nuestra experiencia e impactan fuertemente la dimensión psicoafectiva y espiritual de las personas. 

Lo cierto es que ambos tipos de situaciones son parte de nuestra travesía en la existencia. Para confirmar esto, basta con escuchar a quienes nos rodean describir diferentes momentos de su vida; en esta se incluirán logros destacados y momentos de orgullo, pero posiblemente también se mencionarán situaciones que involucren penas o pérdidas, y así como el consecuente cambio en la experiencia vital. 

Ambos tipos de situaciones son parte de una misma visión de la experiencia humana, con énfasis en distintos aspectos, lo que ilustra una realidad innegable: el hecho de que la vida se compone tanto de ganancias como de pérdidas. Son precisamente estos dos aspectos los que dirigen en gran medida el curso de las decisiones de cada persona, y, por tanto, de su vida. Sin embargo, solo las pérdidas suelen ser percibidas de forma negativa y, desde las distintas disciplinas, constituyen la materia prima que alimenta al proceso denominado duelo.

07 Pareja Frente Lapida

El duelo ha sido definido por diversos autores, siendo Elisabeth Kübler-Ross la pionera en su estudio y desarrollo, quien identificó las cinco etapas que lo componen desde su concepción: negación, ira, negociación, depresión y aceptación (Kübler-Ross, 1969). No obstante, y a pesar de su amplia difusión, existen concepciones más actuales que trascienden el contexto de los pacientes terminales, del que emerge la propuesta de Kübler-Ross, lo que posibilita su aplicación en una variedad de contextos con distintos matices. 

La definición de la cual partiremos emerge del análisis funcional de la conducta. Froxán (1995) señala que las emociones que acompañan a la pérdida pueden entenderse como respuestas complejas aprendidas a lo largo de la historia del individuo, y que el duelo puede iniciar ante la ausencia de estímulos reforzantes previamente disponibles, ya sea por muerte, abandono o cambios vitales. Estas pérdidas incluyen tanto elementos tangibles como simbólicos, tales como la desaparición de sueños, expectativas, roles y los vínculos significativos, los cuales, al dejar de reforzar nuestro comportamiento, provocan una reorganización conductual necesaria para la adaptación. Es importante dejar claro que esta adaptación no implica una necesaria funcionalidad. 

Desde esta perspectiva, se considera otro aspecto del duelo como proceso: la posibilidad de que no todo implique pérdida, sino la capacidad de transformar parte de la experiencia en aprendizaje. Aunque esto pueda resultarnos confuso al inicio, es importante entender que el impacto de toda situación dependerá, en gran medida, de la interpretación que le asignemos.

Desde la neurociencia, se ha encontrado que las experiencias emocionalmente significativas producen cambios duraderos en el sistema nervioso, y que estos cambios pueden ser funcionales si se canalizan de forma adaptativa (Pérez-Álvarez, 2012). De esta forma, sin perder de vista el impacto del sufrimiento es posible considerar que el duelo, puede ser también una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, una posibilidad que no ocurriría si no estuviéramos experimentando ese momento.

Al analizar la perspectiva planteada, es probable que algunos entremos en conflicto, pues como ocurre con la dualidad entre vida y muerte, las pérdidas y las ganancias suelen ser conceptos percibidos como opuestos y excluyentes. 

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La realidad es que, como sucede con el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad ―por mencionar algunos ejemplos―, no existiría uno sin el otro, es decir, no habría ganancias sin las correspondientes pérdidas, pues la vida y la experiencia humana están marcadas y definidas por el contraste. 

Aun considerando este hecho, la realidad es que las pérdidas siguen siendo percibidas de forma negativa, como algo doloroso y que muchos prefieren evitar mencionar. Para entender el por qué, podemos remitirnos a diversos enfoques. En este trabajo se ha elegido el análisis funcional de la conducta por su capacidad para explicar las respuestas emocionales y conductuales ante la pérdida desde una perspectiva contextual e histórica. Esto nos permite analizar el duelo no como una entidad estática o patológica, sino como una serie de respuestas moldeadas por experiencias previas de reforzamiento y por las condiciones del entorno presente. 

En este contexto, el análisis funcional de la conducta considera que nuestras respuestas están determinadas por una historia de reforzamiento, lo cual se aplica también a las pérdidas y a los duelos asociados. Como menciona Emilio Ribes (2007), la conducta humana es resultado de una interacción funcional entre el organismo y su ambiente. Por lo tanto, las respuestas de apego y dolor ante la pérdida tienen una base contextual y funcional, no simplemente intrapsíquica.

Aunado a esto, y para tratar de dimensionar el sufrimiento asociado a las pérdidas, es importante considerar otras características propiamente humanas. La primera es la satisfacción de nuestras necesidades, la cual está revestida de un mecanismo adaptativo que ha recibido el nombre de “egoísmo”. Este mecanismo es, en mayor o menor medida, innato e inherente a cada uno de nosotros, y hace que cada persona sea, de cierta manera, el centro de su propia existencia. 

Schopenhauer (1788-1860) ya mencionaba esta característica desde su particular visión al afirmar: “A excepción del hombre, ningún ser se maravilla de su propia existencia”. Por ello, al analizar las pérdidas cotidianas, en cualquier punto del espacio-tiempo, podemos comprender su importancia y el porqué de la connotación negativa que suelen recibir: son un atentado contra nuestros intereses y contra nuestra naturaleza, la cual está centrada en nuestras propias necesidades y deseos. Podríamos decir, entonces, que como seres que desean constantemente, perder no nos resulta algo natural, aunque, en realidad, es algo propio de nuestra condición incluso acorde con nuestro destino.

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El duelo como oportunidad de crecimiento

La vida es un camino, un continuo lleno de encrucijadas y decisiones, de elecciones conscientes e inconscientes, de sentimientos de logro y de frustración, de alegrías y tristezas, pero más que nada de aprendizajes. Si bien es cierto que, para afrontar las pérdidas utilizamos todos nuestros recursos disponibles, es fundamental entender que la elaboración de un duelo no patológico constituye, quizás, uno de los mayores desafíos. Esto no depende de la naturaleza objetiva de la pérdida, sino de la significación que esta tenga para cada individuo. 

Desde el análisis funcional y la perspectiva conductual contemporánea, donde las respuestas adaptativas pueden ser más o menos funcionales ―y, por tanto, susceptibles de generar sufrimiento―, el duelo se entiende como un proceso con un propósito adaptativo.  Marino Pérez (2014) sostiene que el malestar psicológico, incluido el derivado de una pérdida, no constituye una disfunción en sí mismo, sino que actúa como una señal adaptativa del organismo ante los cambios en las condiciones de vida y a la necesidad de reorganización conductual. Esta visión sugiere que, en lugar de evitar el sufrimiento, puede ser más útil comprenderlo como parte del proceso de ajuste que puede fomentar el crecimiento personal. 

Para muchos de nosotros la posibilidad de perder una madre, un hijo o un amigo querido o incluso la propia vida ―como ocurre en personas que reciben un diagnóstico terminal―, representa un evento desequilibrante y constitutivo de una crisis vital. No obstante, también es válido afirmar que, para otros, estos pueden ser eventos, en cierta medida, superables e incluso convertirse en puntos de inflexión en su existencia. Sin embargo, como se ha mencionado, el evento en sí no es el único factor determinante: gran parte depende de la capacidad de afrontamiento y adaptación con las que contamos, lo que nos remite a otro concepto igualmente relevante: la resiliencia, entendida como la capacidad para sobreponerse a la adversidad.

A este respecto, Boris Cyrulnik señala que las pérdidas no solo son inevitables, sino también fundamentales, ya que representan oportunidades para el desarrollo de la resiliencia. Cyrulnik (2003) sostiene que el ser humano no solo puede sobrevivir a las adversidades, sino también transformarse a partir de ellas, encontrando nuevos significados y formas de vinculación afectiva. El crecimiento, entonces, no surge a pesar del sufrimiento, sino probablemente a través de él. Es decir, se trata de un proceso de reconstrucción subjetiva que redefine tanto al individuo como a su historia personal. Así, los elementos que antes daban estructura a la vida y que se pierden dan paso a nuevas formas de comprensión y desarrollo personal, e incluso a la posibilidad de integrar elementos que, de otro modo, no se habrían considerado sin la experiencia de la pérdida.

Un ejemplo con el que probablemente muchos podemos sentirnos identificados es la pérdida de la niñez, y su sustitución por la pubertad y la adolescencia. En este periodo de cambio, donde usualmente se emplea la palabra desarrollo, debemos reaprender diversos procesos, como la interacción entre pares, ahora motivada por nuevos intereses; pero, al mismo tiempo, también aprender sobre fenómenos emergentes, como la sexualidad y sus desafíos. Perdemos el cuerpo infantil y todos los elementos que le son inherentes, para dar paso a la oportunidad de desarrollarnos en una etapa de múltiples transformaciones, que nos ofrece, a mediano plazo, la posibilidad de llegar a ser adultos.

¿Qué sucede con eventos más intensos y significativos? ¿Qué podríamos decirle a un niño que ha perdido a sus padres? La realidad es que este tipo de pérdidas son más complejas y dolorosas, pero no por ello dejan de poder ser analizadas desde la misma perspectiva. Sin embargo, es fundamental actuar con sensibilidad, ya que el dolor humano genera emociones intensas que afectan profundamente tanto a quienes lo experimentan como a quienes los rodean.

Otro ejemplo significativo es la propia historia de Boris Cyrulnik, uno de los principales difusores del concepto de resiliencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, Cyrulnik fue un niño judío que perdió a sus padres tras su deportación a campos de concentración nazis. Fue capturado, pero logró escapar gracias a la ayuda de personas desconocidas, ocultándose en diferentes lugares durante la ocupación alemana en Francia. Esta experiencia profundamente traumática no solo marcó su infancia, sino que, más adelante, se convirtió en el fundamento de su trayectoria profesional. A lo largo de su vivencia y el sufrimiento asociado, encontró en ella una fuente de sentido y un compromiso con la investigación sobre el trauma, la adaptación y la recuperación emocional. Por tanto, su vida, como la de muchas otras personas, es un testimonio de cómo la adversidad puede ser transformada en una fuerza vital orientada al crecimiento y al acompañamiento de otros.

Es probable que muchas preguntas emerjan a partir de este caso. Algunos podrían pensar que su pérdida le permitió, en gran medida, alcanzar sus logros, mientras que otros podrían considerar que dicha experiencia no fue significativa o que, incluso sin esa experiencia, habría logrado lo mismo. Es un hecho que no conocemos la respuesta a esta disyuntiva, pero tampoco podemos asumir que el tema de sus investigaciones —más allá de su alcance— sea una mera coincidencia. Precisamente, es de esta posibilidad de aprendizaje de la que hablamos. Es importante aclarar: no es necesario sufrir para aprender, pero es probable que una pérdida pueda ser el punto de partida de alguna clase de aprendizaje, que de otro modo no hubiésemos experimentado. Al final la vida está hecha de posibilidades, y la dirección que tomemos depende, en gran medida, del proceso de duelo que logremos elaborar y del significado que le atribuyamos.

Por ello, más que buscar un concepto que satisfaga nuestras expectativas sobre el duelo o las pérdidas, quizás es más importante reconocer y aceptar este proceso como algo inherente a la experiencia humana. Además, el duelo conlleva una innegable capacidad formadora y modeladora de la personalidad y de la vida. Es decir, que al final, en cualquier momento que una persona realice un análisis retrospectivo o reflexivo de su propia existencia, las pérdidas explicarán, en alguna medida, quienes son y cómo llegaron al lugar en el que se encuentran en ese momento en particular. Las pérdidas, entonces al igual que las ganancias, son parte de la vida misma y cada una de ellas tiene el potencial de generar una oportunidad de cambio, de un momento transformador que, en algún grado, puede constituir la antesala de un valioso aprendizaje.

Conclusiones y reflexiones

Como reflexión final, retomamos un concepto que proviene de la neurociencia y que puede ser especialmente útil para comprender la forma en que afrontamos las pérdidas y elaboramos el duelo: la plasticidad cerebral. De acuerdo con Cyrulnik (2003), incluso tras eventos traumáticos, el cerebro humano mantiene una capacidad de reorganización que le permite adaptarse y construir nuevos significados. Este principio neurobiológico sustenta a la posibilidad del crecimiento postraumático, así como el aprendizaje que puede derivarse de una elaboración saludable del duelo. Aunque es evidente que, ante una posible o inminente pérdida, experimentamos dolor, este forma parte de un proceso natural, y en la medida en que comprendamos mejor su vivencia individual, podremos afrontarlo con naturalidad, brindándonos la posibilidad de aprender de el mismo y, en cierta medida, crecer.

Las pérdidas son oportunidades de crecimiento, aprendizaje y desarrollo personal. Son momentos definitorios y formadores de cada individuo, y el sufrimiento derivado de ellas dependerá del significado que les otorguemos y de cómo dicho significado se construye a partir de nuestras experiencias vitales y elementos contextuales que nos rodean. 

Por lo que, en la medida en que seamos capaces de no quedarnos atados a estas pérdidas, y de aprender, de algún modo, a entrar y salir del sufrimiento, podremos incrementar la probabilidad de elaborar duelos que generen aprendizaje y algún grado de crecimiento. Es importante enfatizar que, para lograrlo, tendremos que aprender a tomar perspectiva, lo que no significa a amar menos, sino aprender a soltar. Por tanto, el duelo puede ser visto como un desplazamiento: mover el amor que sentíamos hacia otro objeto, trasladarlo del ser amado que ya no está, a un recuerdo que siempre nos acompañará. Desde la perspectiva funcional, este desplazamiento puede entenderse como una conducta de sustitución emocional: una respuesta condicionada que se extingue paulatinamente y da lugar a nuevas formas de vínculo simbólico. No se trata de olvidar, sino de reorganizar nuestras conductas afectivas en función de nuevos estímulos reforzantes, como los recuerdos significativos, que nos permitirán mantener la conexión sin quedar anclados al dolor. 

Finalmente, podemos añadir que una pérdida será tal solo en la medida en que no nos demos la oportunidad de permitir el aprendizaje que pudo generar, o que ni siquiera consideremos esa posibilidad. Por ello, vale la pena disfrutar de lo que se tiene mientras nos acompañe, porque la vida, por su naturaleza impredecible, puede cambiar, y cuando esto ocurra, tener suficiente amor remanente, ―expresado en conductas de afrontamiento adquiridas―, nos permitirá enfrentar la adversidad con humanidad, consciencia y resiliencia.

Referencias

Cyrulnik, B. (2003). Los patitos feos: La resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida. Gedisa Editorial.

Froxán, M. X. (1995). Análisis funcional en clínica: Principios básicos. Ediciones Pirámide.

Pérez, M. (2014). Psicología conductual contextual: Avances en investigación e intervención. Ediciones Pirámide.

Pérez-Álvarez, M. (2012). La invención de los trastornos mentales: Una crítica de la patología psiquiátrica. Alianza Editorial.

Ribes, E. (2007). Conducta, situación y conciencia: Fundamentos del análisis interconductual. Universidad de Guadalajara.

Rodríguez Piaggio, A. M. (2009). Resiliencia. Psicopedagogía, 26(80), 291–302. http://pepsic.bvsalud.org/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0103-84862009000200014 

Schopenhauer, A. (2004). El mundo como voluntad y representación (T. 1, P. López de Santa María, Trad.) [Obra original publicada en 1819]. Alianza Editorial.

Weismann, A. (1892). Essays upon heredity and kindred biological problems (Vol. 1). Clarendon Press.